En la aldea
25 abril 2024

¿Existe una literatura de la diáspora venezolana?

El país se lleva donde quiera que se vaya, de modo que se sigue tratando de reconocerlo desde dentro. No hay ni habrá Gran Novela de la Diáspora o de la Tragedia Chavista. La realidad es demasiado desconcertante y dramática. Evoluciona y se ramifica. El rompecabezas nunca se va a completar. Mientras, voces y plumas en el exilio buscan afanosamente dejar la huella de su identidad en cada crónica, libro o poema que escriben. Aunque muchos están fuera antes de la migración masiva de los últimos años, todos coinciden, sin saberlo o tal vez sí, en tratar de explicar en cada línea escrita el arraigo que les recuerda que son de aquí.

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Sebastián de la Nuez | 21 marzo 2021

Escribir desde Madrid, o desde Las Palmas, o Houston, o Ciudad de México o Buenos Aires pero teniendo, todo el tiempo en la memoria y en el alma, a tu país de origen: de eso se trata.

Se trata de dejar colar la aurora perdida entre las líneas, pero hacerlo rodeado de calles ajenas que puede que no te digan nada, nada en absoluto. Trabajar bajo el signo de la migración forzada, del extrañamiento, del destierro, y aun así hacer que la historia funcione: de eso se trata.

“Uno está condenado a eso, a escribir desde el otro lado. Es una condena y a la vez una oportunidad”


Hay casos y casos. Golcar Rojas, que nació en Mérida, la andina, no la capital de Extremadura, no deja de parecerse a Juan Ramón Jiménez o Max Aub, salvando las distancias que haya que salvar. Golcar forma parte de una tradición pero no lo sabe, o no le importa. Lo suyo es escribir desaforadamente. Golcar se ha levantado esta mañana, como todas sus mañanas, a teclear como si en ello le fuera la vida: Una crónica para su blog, un comentario para la fotografía que subirá a Facebook, el próximo párrafo del siguiente libro que montará en Amazon. Golcartipea como un prestidigitador sobre el incómodo teclado del móvil, a velocidad de crucero, cada vez que se le abre un minuto libre antes de llegar a su tienda de mascotas o en plena faena, entre un Caniche y un Terrier.

No es que lo lleve en los genes; se hizo de esta herramienta de desahogo o compromiso -o las dos cosas al mismo tiempo- mientras su país se iba al traste, lentamente primero, aceleradamente a partir de 2013. Por eso escribió pronto y con dolor varios textos largos, entre ellos novela negra –Te voy a llevar al cielo-, un diario –Mis días sin luz-, y una serie de reseñas en homenaje a las víctimas de la violencia desatada por el gobierno de Nicolás Maduro entre 2014 y 2017, Obituarios de un no-país*.

El género de la literatura de la diáspora tiene, en principio, dos características: Está hecho con premura y desde la angustia o el desconcierto. Lleva prisa.

Hay narrativa y poesía. Desde su piso en Madrid, la filóloga Laura Cracco -nacida en Lara de ancestros italianos- le sube el volumen a su melancolía mezclada con ira y duda en cada uno de sus poemas. Pronto le editará Bartleby su poemario Exiliada, con fragmentos como este:

¿De qué huyo?, pregunta la exiliada, y la duda ya es condena.

O como este otro:

La dictadura es ubicua como Dios, irredimible como la culpa. / Pero de nuevo dudo, yo la exiliada: ¿el mal crecía únicamente afuera, bajo otro firmamento y un océano de por medio?

Ha publicado Cracco, anteriormente, El ojo del mandril, poemario en prosa, y un diario novelado y confesional, África íntima. Son libros que, en realidad, nacieron en Venezuela, pero es aquí, en Madrid, contando los días, cuando han necesitado su revisión y/o su reedición urgente. El exilio ya había empezado estando ella en su propia tierra. En África íntima aparece una imagen, una evocación a manera de leitmotiv del Parque El Cardenalito, en Barquisimeto, donde solía pasear con su hijo menor antes de marcharse definitivamente del país. Ese parque umbrío y acogedor, esa ensenada oriental a la que otros recurren, esa calle de Los Palos Grandes…: Todos en el exilio suelen llevar consigo algo parecido, explícito o asomado apenas en un cuarto de párrafo. Al destierro se ha unido el aislamiento impuesto por la Covid-19, de allí uno de sus poemas inéditos y recientes:

Hay un dejo dulzón en la depresión, / el mismo dulzor de la muerte. / La mujer camina kilómetros hasta el balcón, apenas tres pisos / y el árbol que abre los brazos bajo el balcón (…).

Rodrigo Blanco Calderón, en Málaga, ganó la Bienal de Novela «Mario Vargas Llosa» con The night y aquí destaco su libro de relatos, Los terneros (Páginas de Espuma, 2018), donde hurga en la llaga de la perversión bolivariana a plena luz del día. Esos terneros que somos todos estando en Caracas, en este caso, se los trajo y se los publicó la editorial española especializada en brevedad sin que la gran prensa haya hecho mucho caso. Los españoles no saben a qué se referirá ese joven premiado con lo de los terneros. Sin embargo, en el relato que da título al volumen se halla la clave en una frase: «Lo peor que le pudieron hacer esos malditos malandros a ese muchacho de la universidad fue no matarlo». Terneros son los venezolanos para el régimen, es difícil que ese símil se comprenda afuera.

La poeta Ángela Molina, desde hace unos años viviendo en Las Palmas de Gran Canaria, construye sus versos sobre otro registro; el de la añoranza del verde, esa saturación de los sentidos que es el trópico, esa presencia de la montaña que se hace parte del paisaje interior y acompaña al emigrante dondequiera que vaya. A Ángela le está vedado, ahora, levantarse con El Ávila entrándole por el balcón con sus reflejos y sombras. La belleza de las Canarias es otra, ni mejor ni peor. Otra. Ángela, simplemente, se queda sin aire al no encontrar su verde:

La ciudad se apaga / en mi ventana / hay un verde mortal / que se deshoja / un verde selva que se anida.

Y más adelante, la violencia entremezclada:

Esta ciudad con sus muchachos muertos / que nos ata / y nos condena / Te amo, Caracas / en tu muerte y tu miel.

Ángela tiene varios poemarios publicados, en Venezuela y Canarias. Estos versos reproducidos acá pertenecen a un trabajo inédito.

Por su parte, Gustavo Valle salió de Caracas para estudiar un doctorado en Madrid en 1997. Volvió en 2003. Se quedó dos años dando clases en la Escuela de Letras de la UCV y trabajando en la Fundación Bigott. En 2005 se fue a Buenos Aires, donde nació su hijo. Ha trabajado allá dando talleres literarios, escribiendo libros por encargo y colaborando para la Revista Ñ del diario Clarín, también para el suplemento cultural del diario Perfil. Sus dos novelas, Bajo tierra y Happening, fueron reeditadas en Argentina, así como el libro de crónicas El país del escritor. «No sé si soy un escritor de la diáspora, pero sí de la temprana emigración», dice. La Editorial Pre-Textos, en España, está por editarle lo que el mismo Valle califica como una novela de pérdida y recuperación del amor. «Un concepto», el del amor, «que ha sido manoseado por el poder y que he querido rescatar de su manipulación obscena». Se titula Amar a Olga.

Rescatar el amor de la perversión de la neolengua chavista. O la alegría misma, que ahora forma parte de unas categorías donde las cosas significan lo contrario de lo que dice el diccionario. Hay escritores venezolanos que están afuera, que ya lo estaban antes de la diáspora porque siempre tuvieron la pulsión de hacerse afuera sin dejar de mirar adentro. El mismo Valle o los casos Méndez Guédez, Karina Sainz o Juan Carlos Chirinos en Madrid: con o sin tragedia se hubiesen instalado lejos. No forman parte de la diáspora propiamente dicha pero igual llevan el país a cuestas y eso se nota y eso es lo que importa (al menos en esta síntesis). Daniel Centeno es de esa camada medio nómada y abordó en La vida alegre el tono irresponsable, festivo y sincrético de dos perdedores cuya sensibilidad yace en el fondo -como un poso sedimentado de ron con miel- del talante caribeño. El libro, editado por Alfaguara, ha sido elogiado por el nicaragüense Sergio Ramírez y se está vendiendo muy bien en México.

Hay textos que significan un soplo de frescura ante el machacante peso de lo opresivo. El horror de una dictadura también se combate con humor o vampiros, como hizo la periodista Michelle Roche en Malasangre, de Anagrama. O con viajes de iniciación a París, como al parecer hizo Oscar Marcano en su Los inmateriales, presentado esta semana: más de quinientas páginas que vienen a alegrarle la vida al lector en medio de la pandemia, según el editor Manuel Borrás.

“Se asume la escritura para exorcizar demonios, eso es una verdad como un templo”


Ben Amí Fihman, caraqueño de ascendencia judía que vive actualmente en París, ha escrito dos novelas que, bajo una lámina de escarnecida ironía, revelan agridulce nostalgia: El espejo siamés (Oscar Todtmann Editores, Caracas, 2017) y Segunda mano (Kalathos Ediciones, Madrid, 2018). Fihman, quien por años editó la revista Exceso, apunta a la Gran Venezuela y algunos de sus personajes icónicos, un poco disfrazados para despistar.

Kalathos Ediciones es la más prolífica de las editoriales venezolanas instaladas en España. Lleva 35 títulos publicados en cuatro años; entre los títulos exitosos, la novela Los años sin juicio, de Federico Vegas, quien vive actualmente en México, y el puñado de crónicas contenido en Sangre y asfalto / 135 días en las calles de Venezuela, a cargo de la periodista Carol Prunhuber. Ella, quien tiene décadas fuera de su país pero se ha mantenido al tanto, visitándolo cada vez que puede para recoger testimonios. Varias de las víctimas que retrató en el libro de Kalathos viven ahora en España, incluso la chica que es levantada en vilo por guardias nacionales, de la foto de la cubierta.

Antonio Muñoz Molina presentó, precisamente, en Casa de América (febrero de 2018), el volumen de crónicas Siete sellos / Crónicas de la Venezuela revolucionaria de esta editorial y lo hizo de una manera tan comprometida y con tan alto grado de empatía que conmovió a la audiencia. Habló de la importancia de la palabra, del sentido del orden y de la necesidad que siente quien debe huir de una situación dictatorial de ser escuchado. Dijo que todas las dictaduras intentan saquear el idioma, pero que es responsabilidad de quienes luchan contra tales regímenes restaurar la palabra para contar la realidad. Dijo también, al alabar la calidad literaria de muchas de las crónicas (se trata de una selección de trabajos publicados en diferentes medios por varios escritores o periodistas), que Siete sellos tiene algo de apocalíptico porque «uno ve que se refiere a un mundo que es realmente invivible».

Lo del concepto orden que captó Muñoz Molina en ese grupo de textos debe tomarse en cuenta: A él le pareció una lección escalofriante (esa fue la palabra que utilizó) constatar en su contenido que, aparte de la situación de injusticia, el clima de corrupción y el hecho incontestable de vivir en dictadura, cada venezolano afronta una situación todavía más pavorosa: «La falta de orden en el sentido profundo de la palabra: contar con un entorno que sea predecible y no amenazador. Predecible, al menos, en la manera limitada en que pueden serlo los asuntos humanos».

Los pueblos nunca se equivocan, dijo una vez Rafael Caldera tras perder unas elecciones.

No, claro que se equivocan; en ocasiones se equivocan con contumacia. Venezuela sufre las consecuencias de una fascinación encendida por un cantamañanas populista. Un militar golpista no vale para señalar ningún camino nuevo. La desgraciada «revolución» tuvo réplicas en varios países latinoamericanos y ha provocado un éxodo de más de cinco millones de personas, nunca visto en esa parte del mundo. Un amigo venezolano que vino a Madrid me dijo: «Todavía está por escribirse la gran novela sobre lo que ha pasado y está pasando en Venezuela». Quizá, porque lo que tenemos delante es un rompecabezas absurdo y debe de costar mucho armarlo. Lo que hay, literariamente hablando, son piezas sueltas de ese rompecabezas. El ensayista zuliano Miguel Ángel Campos escribió en uno de sus trabajos algo que me parece fundamental: «Si la realidad resulta más desquiciante que cualquier ficción, debe ser abordada desde la perspectiva de los intentos parciales y en consecuencia fallidos; es la única posibilidad de reconocerla desde dentro».

“Terneros son los venezolanos para el régimen, es difícil que ese símil se comprenda afuera”


Uno se lleva esa realidad donde quiera que vaya, de modo que sigue tratando de reconocerla desde dentro.

No hay ni habrá Gran Novela de la Diáspora o de la Tragedia Chavista. La realidad es demasiado desconcertante y dramática. Evoluciona y se ramifica. El rompecabezas nunca se va a completar. Pensaba que la de Fernando Vegas iría en esta dirección ambiciosa, pero no, es un gran fresco de una psiquis en las mazmorras de un Estado carcelero por vocación. A ello se constriñe, con ello se conforma. Solo eso ya necesitaría un comentario aparte.

Se asume la escritura para exorcizar demonios, eso es una verdad como un templo. Ahora uno, que está más o menos en la tesitura de aquellos republicanos (o no republicanos) que conoció en Caracas y que admiró o fueron amigos de su papá o tuvo como profesores (Manuel Pérez Vila, por ejemplo) o leía en El Nacional (Santiago Magariños o el viejo RAS, por ejemplo), los que llegaron y nunca se devolvieron, uno que está más o menos en su misma tesitura, repito, se pregunta por qué carajos no los aprovechó más, por qué no les exprimió hasta la última palabra persiguiéndolos todo el día con un grabador y una libreta en las manos, anotándolo todo, hasta su último suspiro. Nunca los valoró lo suficiente. Uno nunca tuvo plena conciencia de cuánta verdad y vida encerraban sus melancolías, sus rabietas, sus experiencias arrastradas desde la Guerra Civil, en muchos casos, o desde la persecución o el estraperlo.

Uno le debe algo a cada uno de ellos. De Santiago Magariños nunca supe, hasta hace nada, que estuvo a punto de acabar en Paracuellos. Ahora voy a Paracuellos a hacer una crónica del sitio y de sus circunstancias. Sé que los españoles han hecho cientos pero ninguna de ellas tendrá el acercamiento que uno, desde el otro lado del mundo, puede dar. Porque uno está condenado a eso, a escribir desde el otro lado. Es una condena y a la vez una oportunidad.

Es imposible recapitular y mencionarlos a todos pero recuerdo al filósofo Juan Nuño y su rabieta por lo de la eñe en peligro de desaparición, cuando firmó su artículo semanal en El Nacional como Juan Nuno. En España lo deben conocer por ser el padre de la ensayista Ana Nuño y poco más. En 1992 un grupo de amigos quisimos hacer un documental con testimonios de eminentes inmigrantes, aprovechando la celebración de los 500 años del encuentro entre estos dos mundos. Buscamos personajes españoles de diferentes áreas. Fue la única vez que estuve en su casa de San Bernardino y me dijo, entre otras cosas, que él se sentía, desde siempre, en medio del Atlántico. Justo en el medio. Creo que esa sola frase de Nuño, por lo demás feliz de que lo filmáramos para ese documental que nunca salió al aire, era y sigue siendo, ahora lo comprendo bien, un breve relato dentro del género de la literatura de la diáspora.

*Todo lo de Golcar Rojas se consigue en Amazon, él mismo hace la maquetación y el diseño de cubierta, él mismo imprime ejemplares bajo demanda.
@sdelanuez

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