En la aldea
18 abril 2024

Francisco Suniaga: “Cuando escribo pienso en quién soy, de dónde vengo”.

Francisco Suniaga: El hijo del sastre que con letras cose sueños

“La verdad de lo que ahora ocurre hay que contarla, completa, como fue, sin versionarla como parte interesada. Ya llegará el momento en que los farsantes deban confrontarla”, palabras de un escritor margariteño que sin importar qué destino indique su pasaporte, siempre vuelve no solo a Venezuela, sino a su natal isla de Margarita. “Hay dos Venezuela, la de los que se fueron y la de los que nos quedamos”. Una conversación franca, una historia contada en primera persona sobre terceros que fueron referencia y ejemplo para Francisco Suniaga, quien sentencia: “Los farsantes siempre son desenmascarados”.

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Soledad Morillo Belloso | 13 septiembre 2021

Yo escribo para levantar un monumento a mi dolor y convertirlo en un reclamo persuasivo…”, dijo el novelista argentino Adolfo Bioy Casares, cuando alguien le acusó de ser el redactor de la tristeza.

Eso hacemos algunos escritores, cada día, casi con rigor litúrgico. Escribimos sin contemplaciones ni miramientos, sin precauciones, sin piedad para con nosotros mismos. Escribimos porque es nuestra puerta de embarque y destino. Al escribir mostramos las huellas digitales de nuestras almas, aun a riesgo de quedar tan a la luz pública, que nos convirtamos en un objetivo de esta guerra que existe, aun cuando a las calles las maquillen de colorines para pretender ocultar macabros pecados.

Escribimos para que nos publiquen, o aunque no. Puede que logren que no seamos publicados pero, para impedirnos escribir, tendrían que fracturarnos los dedos, triturarnos las neuronas, despedazarnos las emociones, amordazarnos los sentimientos. Escribimos para que nos lean, los que quieran, los que puedan, los que se atrevan. Los escritores tenemos un oficio: Narrar, decir, echar un cuento que nos ronda en la cabeza. Un cuento nuestro o de otros. Armamos, desarmamos y rearmamos rompecabezas de palabras a veces rotas. Escribimos pese a la angustia y la incertidumbre, al dolor y la ansiedad, a la rabia y la desesperación. Escribimos para ser libres aunque quieran esclavizarnos. Escribimos para no enloquecer. No nos maquillamos las heridas; las describimos, pormenorizadamente. Nos confesamos en cada línea, cada oración, cada párrafo.

Lo tuteo. Me cuesta llamarlo Francisco. No me sale. Y, mucha menos, alguna apócope. Hay musicalidad en ese apellido: Suniaga. Es escritor. Y muchas cosas más, abogado, profesor, confesor de desconocidos, vigía de mareas y vientos,  coleccionista de sueños pendientes. Por ponerle un título, digo que es un caminante en ese país sin fronteras de las letras, pero que conserva el tesoro de ser margariteño. Los escritores inventamos la globalización mucho antes que tal idea cruzara por las mentes de los mercaderes. Suniaga bebe del oficio de escribir como si fuera ambrosía. No creo que exista quien que diga que no lo hace bien. A tan desaliñado desatino no se atreverían ni los más osados envidiosos.

He conocido muchos escritores. Algunos sublimes. Otros de carácter tan agrio, que mejor hubiera sido no habérmelos cruzado en la vida. Otros escriben bien, con técnica pulida, pero son mentecatos que pusieron sus almas en alquiler.

Los que usan la tinta que no se arrienda, no enrostran su plumaje. Jorge Amado se sentó conmigo a almorzar en un “boteco” en el Pelourinho y nadie hubiera apostado tres centavos a que ese hombre despeinado y de mirada profunda era una gloria de las letras brasileras. Se descalzó y me descalzó. Gabriel García Márquez se me mostró, con descarada sencillez, una lluviosa noche en París en la que un amigo me invitó a compartir pan, queso y vino con el narrador de la historia de El amor en tiempos de cólera. Al día siguiente viajaba a Suecia para recibir el Nobel de Literatura. Ana Teresa Torres, de las mejores autoras venezolanas, la de las frases del amor y el dolor bonitos, desconoce la presunción. Shakespeare se paseaba por las calles y los caminos escuchando viandantes, comiendo en tabernas y prefiriendo las posadas a los castillos. Los grandes no necesitan simulaciones.

Suniaga está dotado con esa virtud que, si no se tiene de nación, no hay cómo adquirirla. Pero no anda por la vida idiotizado por las luces de la fama y cayendo en el trampantojo de los aplausos. No tiene tonsura. Pero hay algo clerical en su modo de escribir. Un trazo sin vahídos, unos textos que no son simulacros con suturas, unas metáforas que describen espesuras y vacíos. Quizás sea el mar el que le mostró cómo navegar las corrientes para llegar a buen puerto. O tal vez fueron las aves que acompañan a los pescadores las que le cantaron los rumbos. Suniaga traduce el rumor de la marea infinita, con líneas de paciencia y misericordia. Busca desconectar las discordias, sentarnos en su mesa de todos los días para servirnos vituallas de concordia.

“El costo de la diáspora está ahí, y hay que pagarlo. Algunos volverán, otros no (…) Mis hijos son venezolanos. Lo serán siempre. Mis nietos, pues serán de allá, pero descendientes de acá”

Francisco Suniaga

Autor de La otra isla, El Pasajero de Truman, Margarita infanta, Esta gente, Adiós Miss Venezuela, es como a mí me gustan los escritores, la única forma en que los soporto: sencillo, un ciudadano de esquina, con alma en el cuerpo, sin respingos innecesarios, sin miriñaques. Escribe para todos, en un lenguaje distante de ese barroco insufrible que parece estar tan de moda en estos tiempos de impericias. Escribe con la tinta del sentimiento.

A veces lo veo sentado allí, en la placita donde Moya, como cualquiera, sin pretensiones ni zagalejos, degustando una arepa que él entiende como la estrofa de un soneto de amor a esta isla hermosa. O en la venta de verduras, buscando el mejor tomate; o en un puesto de empanadas, de palique con esa mujer que alisa la masa, la rellena con sabor honesto y la fríe en su cazuela de esperanzas; o caminando por las callecitas de Pampatar, con su camisa perfectamente planchada y el rostro pintado de buen amor.

Dicen que a los escritores se nos conoce leyéndonos. Creo haber leído buena parte de lo que ha escrito Suniaga. Al hacerlo he descubierto sus rabias y sus pasiones, sus amores, también sus miedos y sus tristezas. Pero hay algo más. Algo que no he conseguido descifrar ni en sus letras, ni en las muchas entrevistas que le han hecho. Hay cosas que sospecho, que intuyo. Algo que guarda, que está agazapado entre sus sujetos, sus verbos y sus predicados, escondido entre sus metáforas y sus giros que hacen cabriolas. Algo que necesito saber, que nos hará bien saber. Necesito preguntarle, sin emboscadas, al escritor, al que ejerce de marido de Guillermina, de papá de Guillermo, Santiago y Francisco, de “abuelo” dedos carricitos.

Me armo de valor. Le escribo. Le pido vernos. Acepta. Nos encontramos una mañana de viernes en la terraza de un café en la Avenida Bolívar en  Margarita. Sonríe. Con la cortesía típica de las gentes de esta tierra. Habla sin prisas. Me cuenta cosas. Es como un aguacerito de historias. No cae en el ejercicio de la vanidad, aun cuando bien sabe que es uno de los mejores escritores de Venezuela. Me repite lo que yo ya sabía, que su padre era el sastre de La Asunción. Lo dice con melao en la mirada, con cara de buenos recuerdos. El tiempo transcurre rápido. Encuentro lo que busco. Esa Venezuela limpia, linda, tersa, sabrosa, que se muestra en frases suaves como la brisa del mar. Todo eso comparto con ustedes.

-“Diáspora”, esdrújula trisilábica que ni sabíamos pronunciar. Los jóvenes se van. Chats de WhatsApp, fotos por Instagram, tertulias por Skype. ¿Cuál es el código postal de la patria?

-Una frase nos repetían mucho en el Pedagógico: “Los profesores no enseñan, los alumnos aprenden”. Tenemos tres hijos, de dos matrimonios. Tras tantos años de casado con Guillermina, no hay distinción entre ellos ni para ella ni para mí. Por eso es “tenemos”. Cada uno es una experiencia distinta. El primero, Guillermo, quiso irse a Estados Unidos a estudiar. Terminó su posgrado en Negocios, y decidió quedarse a trabajar allá y hace la vida de un inmigrante. Se fue casado y ya tiene dos hijos, mis nietos. Él y su esposa, profesionales los dos, trabajan muchísimo y viven a una hora de Nueva York. Quizás esa carga de trabajo hace que parezca que se preocupan poco por Venezuela, pero están muy interesados en lo que pasa y nosotros siempre los tenemos al tanto. El segundo, Santiago, decidió estudiar Ingeniería en Alemania a los 18 años. Se graduó, hizo su posgrado. Se casó y está en Alemania pero en realidad vive en Venezuela. A veces nos enteramos de cosas de aquí porque él nos las dice. Se la pasa soñando con venir, quiere pasar las vacaciones aquí, vivir aquí. Dice que en cuanto pueda se viene y yo se lo creo. Sabe mucho, lee todo sobre Venezuela. El tercero, Francisco, el único que no quiso irse a estudiar al extranjero. Es médico, de la Escuela Vargas. Al terminar sus años de estudio y el rural, en tiempos muy difíciles, no se quería ir, pero sus profesores le aconsejaron irse a seguir una especialización. En 2018 se fue a Alemania. Está haciendo su internado en Medicina Interna y quiere ser cardiólogo. También está emparejado, con su novia, una médico de aquí. El se preocupa menos; siente una mayor decepción por lo que ha pasado. Así que en ese pequeño universo tenemos tres reacciones completamente distintas. El costo de la diáspora está ahí, y hay que pagarlo. Algunos volverán, otros no. Varios  países han pasado por eso, y la historia da muchas vueltas. Pero yo no me planteo el país en términos geográficos. Yo creo mucho en la globalidad. Lo importante es que ellos son venezolanos. Y no por ahora. Donde quiera que estén, serán venezolanos. Sus hijos, bueno, quién sabe, será más difícil. Tendrán la impronta venezolana, la referencia. Mis nietos pasan mucho tiempo en la escuela en dónde viven y también solos o con amigos. Entre ellos hablan inglés. Me llaman “abuelo”, con acento anglosajón. Y cuando voy, pues impongo el español. Me piden arepas y carne mechada. Entonces la comida es un idioma. Mis hijos son venezolanos. Lo serán siempre. Mis nietos, pues serán de allá, pero descendientes de acá. Yo no hago de esa lejanía una tragedia. Como yo me fui de Margarita a Caracas, a los 16 años, y luego a lo largo de mi vida viví en Estados Unidos, en Alemania, pues es lo mismo, solo que unos kilómetros más. Migrar no es irse, es llevarse lo de uno puesto. Ese es el código postal.

“¿Qué te da miedo?: ‘La oscuridad. Eso es una metáfora y una realidad. Ser víctima de la oscuridad de la sinrazón, de los fanatismos ideológicos o de cualquier tipo’”

Francisco Suniaga

-¿Cuál es nuestro papel como escritores?, ¿qué nos toca hacer?

-Escribir, describir, mostrar, dejar registro de esto que nos ha pasado. Habrá quien considere que esto ha sido muy bueno. Entonces, a ese le toca explicarlo, justificarlo. Quizás los que pensamos que ha sido muy malo estamos equivocados. No lo creo, pero hay que hacer el gran mural de lo que aquí pasó. Están los sociólogos, los historiadores, los politólogos, los abogados para hacer su parte. Y estamos los que escribimos ficción literaria. Esto hay que narrarlo, dejar constancia y registro de todo. No me refiero solo a los que estamos aquí, también hay que contar la historia de esa otra Venezuela que está fuera, con su perspectiva que puede ser y de seguro es distinta. Hay que saber qué les pasa a esos que son, que existen allá afuera. Hoy el país está dividido. No hablo de división política. Hay dos Venezuela, la de los que se fueron y la de los que nos quedamos. Si yo fuera editor le diría al escritor, “… cuéntame todo lo que pasó, cuéntame esas Venezuela”. Eso lo tenemos que hacer los venezolanos, los que hemos vivido esto en primera persona.

-Eres un escritor exitoso, laureado. ¿Suniaga está contento con lo que ha sido, con lo que ha hecho?

-Pregunta complicada. Acabé siendo algo muy distinto a lo que quería ser, pero no puedo estar más satisfecho de lo que soy. Escribo desde muy jovencito, pero me fui a Caracas a los 16 años a estudiar medicina. Y eso tiene una historia muy hermosa. Mi abuela era madre soltera de cuatro. Y tenía un hijo -tiene, porque está vivo, con 97 años-. Ella quedó huérfana porque cuando estaba pariendo a su segundo hijo, su mamá murió de eclampsia. Entonces se queda sola, porque su papá era un preñador en serie que nada tuvo que ver con ella. La crio una tía; sus hermanas fueron las primas. Mi abuela era panadera. Amasaba su pan y a las cuatro de la mañana caminaba de La Asunción a Juan Griego para venderlo. Regresaba, veía por sus hijos, dormía y se levantaba a amasar el pan, lo horneaba, se acostaba temprano para en la madrugada ir y regresar de Juan Griego, 34 kilómetros. Ella tuvo este hijo, Rafael, y entendió que ese muchachito era especial. Se lo dio a una media hermana, que estaba en un poquito mejor posición económica. Más esta ni siquiera lo puso en la escuela. Cuando mi abuela lo rescató, el muchacho tenía 13 años e hizo lo que podía hacer: lo puso en primer grado. El tío Rafael era un titán y a los 30 años se graduó de médico. Era un ejemplo, para nosotros, para todo el barrio. Nadie más había hecho algo así. Desde chiquito yo quería ser como mi tío Rafael. En mi cabeza estaba estudiar Medicina. Mis notas en el colegio eran Biología 18, Castellano 10. Muy bien en Inglés, porque iba a estudiar Medicina y los libros eran en inglés. Y ocurrió que en 1970, cuando me gradué de bachiller cerraron la universidad en Caracas. Y yo, cuando conocí esa ciudad, pensé que me tenía que quedar. Lo último que quería era regresar a Margarita. Convencí a mi mamá. Me metería en el Pedagógico a estudiar Inglés y, cuando abrieran la universidad, que sería cuestión de meses, pues entraría en Medicina. Eso no pasó y entre estudiar y trabajar -yo daba clases de Inglés- lo de querer estudiar Medicina, pues se me pasó. Me gradué luego en Derecho, hice dos posgrados, trabajé en mi profesión y, tras bastidores, escribía.

-Serías millonario de haber arrendado tus letras.

-No, no lo he hecho. Por haber estudiado en el Pedagógico me dieron clases Gustavo Díaz Solís, gran narrador de cuentos, Kathy Sagy, extraordinaria profesora de literatura inglesa, y varios profesores ingleses y norteamericanos. Me formé en el ámbito de la literatura anglosajona, estudié la poesía del romanticismo inglés, las grandes novelas, los grandes cuentos. Una suerte, pues. Pero no pensaba en escribir. Escribía algunas cosas, pero ni se me ocurría publicar, de hecho la mayoría de los relatos de “Margarita Infanta” son de esa época. En 1998, pues hay que reprogramar todo. Mi esposa, diplomática, estaba en Frankfurt; yo iba y venía, porque daba clases en la UCV. Entonces me fui con Naciones Unidas a Timor Oriental y luego a Alemania. He sido amante de dos escritores argentinos: Borges y Cortázar. Leía a Sábato, Rulfo, los escritores del Boom. Pero buscaba mi propia historia. Mi tono no eran ellos, ni Vargas Llosa, ni García Márquez. Buscaba mi propio tono. Y quizás de lo que nadie habla es que La Otra Isla es una novela absolutamente margariteña, que tiene a Margarita como personaje. Yo me decía, por ejemplo, que no podía tratar la tristeza como un argentino, o un andino, siendo margariteño. Porque la tristeza no puede tener en mis letras un tratamiento distinto al que tiene en mi vida. Y no soy un hombre triste. A mí la tristeza me afecta, obvio, pero yo soy margariteño. Nosotros en los velorios lloramos y hacemos chistes. En la literatura no puede estar presente lo que no eres. Escribí una novela margariteña. Yo no soy argentino, ni francés, ni inglés. Cuando escribo pienso en quién soy, de dónde vengo. Y recibí un consejo muy bueno de Efraín Subero: “Escribe sobre Margarita y desde Margarita”. Cuando salió El Pasajero de Truman, ya él había leído La Otra Isla y me dijo: “Quiero hablar contigo. Te fuiste de Margarita”. Y le respondí: “Sí, de alguna manera, pero esa es la historia que me contaba mi papá”. Sí, hay melancolía. El margariteño es melancólico, y puede ser nostálgico, y lo refleja en su canto. Muchos solo piensan en “cuerpo cobarde”, pero también están los cantos de faena, que son increíblemente melancólicos. Yo, antes de escribir, nunca formé parte de la élite literaria venezolana. No conocía a nadie y nadie me conocía a mí. No escribo pensando en eso… A mí no me gusta la literatura críptica. Empiezo a leer un libro y si no entiendo, pienso, o esto está mal escrito o es muy complicado para mí, y no sigo leyendo. A estas alturas, 67 años, leo algo y debería entenderlo. Si no lo entiendo, algo muy malo puede estar pasando ahí, entonces mejor es que no pase. He leído mucho, variado, he leído textos políticos, narrativos, de todo. Le dije una vez a Díaz Solís que me preocupaba que yo no sabía en qué movimiento literario o corriente estaba, cómo formar parte de, no sé, la posmodernidad. Y me dijo: “No, chico, tú escribe lo que a ti te salga de verdad del tuétano, de la manera más genuina posible. Y después que los críticos le pongan nombre a eso”. Me resolvió el problema. Entendí que valía la pena intentarlo. Jamás me imaginé, ni en mis sueños más alocados, que La Otra Isla iba a ser el éxito que fue.

“Hay explicaciones sencillas de situaciones complejas (…) vale la pena explicar las cosas, de tal manera que los otros alguna vez puedan entenderlo”

Francisco Suniaga

-Lo que tiene de particular Suniaga es que cuenta una historia.

-Y siempre será. A mí no me gusta la literatura que no me cuenta un cuento. En mi casa no había libros, ni siquiera se compraba el periódico. Mi papá, que completó sexto grado en la escuela nocturna de adultos cuando ya yo había nacido, trabajaba todo el día cortando, cosiendo, planchando, escuchando Radio Rumbos, así se informaba. Y después yo hice lo contrario. Empecé a comprar libros, para que mis hijos no crecieran en una casa sin libros como yo. Pero sí tenía el recuerdo de mi infancia con mi tío Tiburcio, albañil, que compraba libros y tenía la suscripción de la revista Life. Yo empecé a leer en serio cuando llegué a Caracas.

-Suniaga escribe para la gente del común. Te leen ciudadanos variados. Y no pareces estar interesado en convertirte en el preferido de los grandes.

-Yo escribo de eso que tengo adentro. Tengo unas historias para contar. Y ya. Escribo con mi ADN, sin buscar la aprobación de nadie, como me dijo Díaz Solís.

-Me dicen algunos que Suniaga es un escritor de historietas. A esos les recuerdo que Pérez Galdós escribía folletines por entregar en la prensa.

-O Dickens. Eso nunca me lo habían dicho, supongo que fue por cariño (risas). Hay explicaciones sencillas de situaciones complejas. Te voy a contar una historia. Estudié filosofía con grandes profesores. Me acuerdo de uno en particular, Celso Rivas Balboa, doctor en Filosofía de Stanford. Fenomenal. Yo tenía 17 años, había estudiado Ciencias y tuve que tomar el curso de Filosofía en mi segundo semestre porque tenía prelación sobre muchas materias. Y recuerdo que, en una clase sobre el existencialismo, el profesor citó a Sartre: “Estamos solos y estamos condenados a estar solos”, todo el mundo se quedó mirando al techo. Y entonces dijo que quizás, en el paroxismo del amor, ahí me aprendí la palabra, una pareja pueda sentir que no estamos solos, pero eso es mentira, esa es una emoción que puede durar solo un instante y volvemos a estar solos… Le pregunté cómo es eso de que eso solo dura un instante y luego desaparece. Y él me respondió con otra pregunta: “¿Cuántos años tienes tú?”. Le respondí y me apuntó: “Bueno, quizás eres muy joven para entender ciertas cosas de la filosofía”. No me satisfizo en lo más mínimo su respuesta. En mi oportunidad, después de haber tenido mi primera vez con una muchacha de la que estaba enamorado, fue como si me hubiera leído un tratado de existencialismo. Que haya recordado esa clase el resto de mi vida, muestra que vale la pena explicar las cosas, de tal manera que los otros alguna vez puedan entenderlo. Claro, las cosas complejas son complejas, y siempre lo serán, no se pueden reducir, pero siempre se pueden explicar de manera más llana. En La Otra Isla, no hay nada simple, no es un proceso simple volverse loco por los gallos de pelea, pero allí está descrito cómo puede ocurrir en un lenguaje nada críptico, y es creíble, que es otro requisito de la ficción. Igual pasa en El Pasajero de Truman con la locura de Escalante y en Adiós Miss Venezuela con el suicidio. Así escribo.

-Yo defiendo la sencillez en las letras.

-Claro, porque una cosa es rebuscamiento y otra profundidad. Cuando me encuentro con textos literarios enredados, pienso que el escritor no ha sentido nunca la emoción, o no ha vivido o comprendido diáfanamente la experiencia humana de la que pretende escribir. Te voy a poner un ejemplo, y lamento que sea con mi propia obra, pero es de lo que estamos hablando. He sabido que en algunas universidades El pasajero de Truman está en la lista de lecturas de ciertos cursos. Los jóvenes, por las especialidades que cursan o por sus lecturas previas, tienen distintos niveles de lectura. Algunos se quedan solo en la anécdota. Esa es una historia tan buena que debió ser contada miles de veces. Pero ahí hay además una reflexión sobre el país, sobre la megalomanía y algunos la captan o la comprenderán más adelante en su vida.

“Yo escribo de eso que tengo adentro. Tengo unas historias para contar. Y ya. Escribo con mi ADN, sin buscar la aprobación de nadie”

Francisco Suniaga

-Muchos escritores desenmascararon a los farsantes. ¿Será que eso se hará?

-Los farsantes siempre son desenmascarados. Hace un tiempo, Vargas Llosa escribió sobre un profesor de Historia en secundaria que, sorprendido por las  narraciones de alguien que decía haber estado en un campo de concentración nazi, y había incluso llegado a ocupar la presidencia de ex prisioneros del campo de exterminio de Buchenwald, se dio a la tarea de investigar su caso. Descubrió entonces que el hombre en cuestión no aparecía en los rigurosos registros alemanes y se produjo el gran escándalo que lo destruyó. Vargas Llosa lamentó que esa mentira hubiera sido quizás una buena novela. Por eso la verdad de lo que ahora ocurre hay que contarla, completa, como fue, sin versionarla como parte interesada. Ya llegará el momento en que los farsantes deban confrontarla.

-¿Qué te da miedo?

-La oscuridad. Eso es una metáfora y una realidad. Ser víctima de la oscuridad de la sinrazón, de los fanatismos ideológicos o de cualquier tipo. La razón hace predecible la conducta. Y si se puede predecir la conducta, pues hay alguna certidumbre y no hay miedo, que no se sienta la oscuridad. Y hay sorpresas, sí, pero no hay sorpresas malas. Yo sé que voy a llegar a mi casa y mi mujer no me va a salir con algo que no sé qué es. Incluso si hago algo malo, yo sé con qué me va salir. Y lo de la oscuridad también es físico. Cuando la luz se va, me pongo mal. Cosas de un margariteño de los años cincuenta.

-En dos líneas, si supieras qué día te vas de esta vida, ¿qué le escribirás de despedida a Venezuela?

-No sé. Quizás a los venezolanos les diría que insistan en Venezuela, que no tiren la toalla, que esta sigue siendo la tierra prometida. Si esa tierra prometida ahora no lo parece, hay que hacer que se parezca otra vez. Eso puede que no ocurra en el lapso de tu vida. Hay que aceptarlo y eso nos da una fortaleza, una tolerancia que no teníamos antes cuando estábamos pensando en el marco de nuestra vida.

Suniaga es un buen muchacho asuntino. Espabilado. Que no grita. Al que le siguen brillando los ojos. El muchachito que descubrió la pasión por escribir y que entendió que tenía que salir a caminar por el mundo, aunque luego volviera a sus orígenes, a su raíz, que en realidad nunca abandonó en una cuneta. Supo que ser un escritor es deambular por la vida sin armadura, sin ropajes lujosos. Y, espero explicarme bien, Suniaga es en sí mismo  un personaje de una novela. Es esa, ahora lo sé, la razón por la que escribe tan bien. Por eso sus textos nos acarician. No le pongo etiquetas de tal o cual corriente. Eso es irrelevante.

Terminada la conversa, mientras esperaba que el mecánico acabara de curar algunas de las llagas de mi carro, le envié una nota de voz: “Le dije a mi marido que me pasé dos horas con Suniaga y lo defino así: este es un hombre que tiene cuatro mil cuentos, cuatro mil historias mínimas. Imposible aburrirse con este señor, a diferencia de lo que me pasa con los que son así como grandotes, como que saben todo grandote, que tienen citas bíblicas, filosóficas, que a los primeros cinco minutos me empiezo a decir, ‘cónchale, cómo hago para aguantarme el bostezo’. El mejor piropo que te puedo dar es que me divertí mucho contigo”.

Los verdaderamente grandes no caminan por la vida pisoteando como gigantes. Me quedo con una frase suya: “Yo crecí en torno a la alegría”. No se refiere a lujos. Habla de lo verdaderamente valioso. La palabra que usa a boca llena y mirada brillante es alegría.

Hágase un favor, busque cualquier texto de Suniaga, el hijo de un sastre de La Asunción que con sus letras corta y cose sueños. Déjese amasar por esas letras que le harán sentir ese placer infinito de simplemente ser.

*La fotografía fue facilitada por la autora, Soledad Morillo Belloso, al editor de La Gran Aldea.
[email protected]
@solmorillob

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