En la aldea
18 abril 2024

Las elecciones de 1897

Conocer la historia siempre es ganancia y más cuando se habla de elecciones en Venezuela, donde vale la pena recordar experiencias como la de “una campaña sin precedentes con concentraciones masivas en numerosas localidades que ningún candidato había jamás visitado”; hasta que “lugares de votación fueron rodeados desde tempranas horas por campesinos armados con machetes que ocultaban bajo sus cobijas, a quienes se ordenó que solo dejaran sufragar a quienes les indicaran sus supervisores”. Y con finales donde los principios de la República se impusieron: “Del escándalo de las elecciones de 1897, pese a que nadie lo imaginó en su momento, va a surgir un nuevo país político”.

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Elías Pino Iturrieta | 21 noviembre 2021

Como hoy es día electoral en Venezuela, es decir, jornada de cuyos resultados solo se puede saber con exactitud mañana, si el Consejo Nacional Electoral no dispone otra cosa, tal vez sea conveniente hablar de comicios antiguos sin aventurarse a afirmar nada sobre lo que está sucediendo ahora. De allí que el escribidor se remonte a 1897, cuando se llevan a cabo unos sufragios que cambian la historia de Venezuela. Así permanecemos en la atmósfera dominante y, quizá, puedan los lectores animarse con algunas analogías ligeras mientras saben qué pasó con sus votos, o con su decisión de no votar.

Entre los candidatos de 1897 figuran un abanderado del gobierno, el general Ignacio Andrade, a quien se proclama como ganador en forma abrumadora; el general José Manuel Hernández, apodado “El Mocho” y muy popular entonces; el expresidente Juan Pablo Rojas Paúl, célebre por su afecto hacia la Iglesia católica; el liberal Francisco Tosta García, famoso por sus galanterías, y el poeta Pedro Arismendi Brito. Al conocerse los resultados, en los corredores de la Plaza Bolívar los humoristas describieron así la situación: “‘El Mocho’ Hernández se quedó con las masas, Andrade con las mesas, Rojas Paúl con las misas, Tosta García con las mozas y Arismendi Brito con las musas”. La autoridad electoral le adjudicó 406.610 sufragios a Andrade, a Hernández 2.203 y al resto dos o tres centenares de papeletas. Rojas Paúl había retirado su candidatura el día anterior, pero los chistosos lo incluyeron para que les quedara mejor la humorada que encubría la calamidad cívica que había ocurrido.

“El régimen de Ignacio Andrade se tambalea desde sus mismos inicios y debe salir pronto de la escena, hasta el punto de que el inquilino de la Casa de Gobierno debe reconocer ante el Congreso que apenas se viven entonces ‘minutos de República’”

El desarrollo de los movimientos de la víspera auguraba un aplastante triunfo de José Manuel Hernández, quien había hecho una campaña sin precedentes con concentraciones masivas en numerosas localidades que ningún candidato había jamás visitado, y con propuestas específicas para las regiones que lo aclamaban. Su partido, llamado Liberal Nacionalista, organizado en las ciudades más pobladas y con audaces formas de publicidad, esperaba un triunfo arrollador. El general Ignacio Andrade, impuesto por el presidente Joaquín Crespo, ni siquiera contaba con el apoyo de la mayoría de los líderes del liberalismo amarillo. Solo dependía del prestigio del terrible caudillo que gobernaba, quien utilizó todo el peso de su influencia para tenerlo como sucesor. Arismendi Brito era seguido por movimientos obreros que se organizaban de manera incipiente y que habían fundado un partido en 1896, pionero de las organizaciones de las clases humildes que en el futuro determinarían la orientación de la política, pero era entonces apenas una débil señal de novedades. La campaña se desarrolló sin trabas, sin que las banderías denunciaran atropellos contra sus derechos, pero lo que parecía morigerado y civilizado se convirtió en desafuero y en barbarie el 1o de septiembre, día anunciado para el acto de la votación.

Por orden del “Taita” Crespo y bajo la coordinación del Ministerio de Relaciones Interiores, los lugares de votación fueron rodeados desde tempranas horas por campesinos armados con machetes que ocultaban bajo sus cobijas, a quienes se ordenó que solo dejaran sufragar a quienes les indicaran sus supervisores. Por consiguiente, solamente llenaron las papeletas los ciudadanos señalados por los inspectores que en cada lugar cumplían con la misión de lograr una victoria “purificada”. También se ocuparon de suscribir el voto de los que no tenían acceso, para que los resultados no parecieran escuálidos. Ni siquiera una figura tan estelar como “El Mocho” Hernández, pudo ejercer su derecho al voto. Lo alejaron a empujones del centro electoral, sin que el comisario de policía que custodiaba el área se inmutara ante las quejas del agraviado y de quienes lo acompañaban en crecido número. Ganó Andrade, pues, y a hacer chistes en la Plaza Bolívar.

O a mirar hacia la cárcel de Altagracia, en la cual fue encerrado “El Mocho” por protestar ante el escandaloso fraude. Lo tuvieron que liberar porque se había limitado a alzar la voz, pero llamó la atención el desfile de ciudadanos, conocidos o gente sencilla, ricos y pobres, que se dirigió hasta su casa a saludarlo, a aplaudirlo y a dejarle comestibles para que repusiera el ánimo. Frente a los ojos de los gendarmes, que no pudieron hacer una lista de los asistentes a la aglomeración por su copiosa cantidad y porque no podían identificarlos. Andrade tomó posesión de la presidencia, pero en breve sucedió un alzamiento comandado por el derrotado que dejó un resultado trascendental para la historia de Venezuela. Crespo, quien había salido en su persecución, muere de un balazo en una de las refriegas.

Con la desaparición física del temible “Taita” llega hasta el borde del sepulcro la estirpe de los caudillos del siglo XIX, que habían administrado el país desde los tiempos de la Guerra Federal, para que en el futuro otros factores de poder modifiquen el rumbo de los sucesos la orientación de los gobiernos, la redacción de los discursos y las formas de participación popular. El régimen de Ignacio Andrade se tambalea desde sus mismos inicios y debe salir pronto de la escena, hasta el punto de que el inquilino de la Casa de Gobierno debe reconocer ante el Congreso que apenas se viven entonces “minutos de República”. Todo como corolario de un fraude electoral que no pudo limitarse al fin del escamoteo inmediato. Del escándalo de las elecciones de 1897, pese a que nadie lo imaginó en su momento, va a surgir un nuevo país político.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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