En la aldea
24 abril 2024

Sobre los tríos

En la historia existen misteriosas coincidencias sobres personajes que compartieron época, lugar y creaciones que perduran en el tiempo. Una síntesis, de tres en tres, que el autor nos muestra desde la Antigua Grecia, pasando por varios destinos de Europa, hasta caer donde “nunca antes se había dado un cambio tan absoluto y total en Venezuela, y de manera tan integral, telúrica y persistente”. Habla de un trío sin incluir a Chávez, y sentencia que “de su herencia nos queda una patria estancada y viciosa, sumergida en el materialismo de la sobrevivencia del pobre y las supervivencias del rico”.

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Federico Vegas | 05 enero 2022

He notado que en la historia, especialmente en la del teatro, existe una misteriosa tendencia a la formación de tríos de creadores extraordinarios que coexisten en una misma ciudad y en un mismo siglo, e incluso durante los mismos años.

El primer ejemplo que propongo sucede en la Antigua Grecia. Si tomamos en cuenta que el teatro griego gozó de unos tres siglos de esplendor; y que aún existen vestigios de unos cien teatros a cielo abierto en las laderas de Grecia y de sus islas, así como en Sicilia, el sur de Italia y el Asia Menor; y que un dramaturgo en aquellos tiempos podía llegar a escribir hasta ciento setenta tragedias, ¿cómo se explica entonces que hoy solo conozcamos las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides? No incluyo aquí a Aristófanes, el que más he leído, por ser autor de comedias y, además, estropearía mi obsesión con la existencia y el azar de los tríos.

¿Qué sucedió con las obras de Tespis, padre del género; con las de Quérilo, el más prolífico; con las de Frínico, quien introdujo los temas históricos? Quizás no perduraron, ni siquiera fragmentos, por la más justa y subjetiva de las razones: sus obras no eran lo suficientemente buenas.

“No hay peor hedor que el de la angustia marchita de un pueblo que se hizo manso al claudicar ante un yugo vil, reiterativo, egoísta, despótico, sin virtud y sin honor”

Si volvemos a esos tres siglos griegos de expansión y creación continua y prolífica, resulta insólito que Esquilo, Sófocles y Eurípides hayan sido casi contemporáneos. Murieron en un lapso de medio siglo, y los dos últimos el mismo año, 406 a.C., gracias a que Sófocles llegó a los noventa. Me refiero a la fecha de sus muertes, las cuales suelen ser, qué duda cabe, más definitivas y notorias que las de nacimiento.

De los tres, Eurípides me resulta el más conmovedor y cercano; me atrevo a decir que contemporáneo. Sus personajes nos resultan tan reales, tan cercanos. Cuando en Helena el coro se pregunta:

¿Qué mortal podrá distinguir, después de interminables búsquedas, qué es dios y qué no es dios, o qué existe entre estos dos extremos, cuando ve que los dioses obran primero en un sentido, y luego en el contrario, sin que en ningún momento encarnen otra cosa que caprichos siempre imprevistos y contradictorios?

Termino atrapado por un buen tiempo en una de sus preguntas: “¿Qué cosa no es Dios?”.

En el siglo XVI ya existían mejores medios para perpetuar las obras de los mediocres y los genios están más acompañados, pero todavía existen algunos tríos que sobresalen por sus méritos para ser considerados universales y eternos. En Inglaterra tenemos un grupo de tres escritores determinado por la inmensidad de Shakespeare, un autor incalculable y tan único que Borges lo considera “el menos inglés de los poetas de Inglaterra”. Le tocó nacer en la patria de “la reticencia bien educada”, quien sería el maestro de “la hipérbole, el exceso y el esplendor”.

Su unicidad es innegable, pero sí tenía dos amigos notables. Marlowe nace el mismo año que Shakespeare (apenas dos meses antes) y muere acuchillado a los veintinueve años. Tenía el ingenio y los méritos para que entre varios se inventaran, y muchos más se lo creyeran, que Marlowe era el verdadero autor de Romeo y Julieta.

“Este movimiento, que en dos décadas acabó con el pasado y el futuro de nuestro país, y hoy ha logrado adormecernos con una absoluta falta de esperanza”

El tercero es Ben Jonson, quien muere unos veinte años después de Shakespeare. Fue un tipo con una pésima salud y peor suerte. El percance que más lo afectó fue el incendio de su biblioteca, su orgullo y refugio cuando sentía el peso de la fatalidad. Son muchas las leyendas sobre su rivalidad con Shakespeare. Dicen que le gustaba cazarle gazapos históricos, una obsesión tan banal como típica de quien cela el talento ajeno. Después de morir su adversario, se dedicó a alabarlo, pero siempre con un giro malicioso: “William fluía con tanta arrolladora facilidad que a veces era necesario pararlo”; “Siempre hubo más en él para elogiar que para perdonar”.

En la Francia del siglo XVII hay un trío más preciso y aun más contiguo: Moliere, Corneille y Racine se despiden del teatro y de la vida en menos de tres décadas. A Moliere lo he leído y tuve la suerte de ver a Adolfo Marsillach haciendo de Tartufo. De Racine solo sé que es el más griego por el título de dos de sus obras más famosas: Andrómaca y Fedra. De Corneille me propongo leer, apenas termine este ensayo, La ilusión cómica. Según su explicación, se trata de una comedia imperfecta cuyo último acto es una tragedia. Espero que no sea solo un gimnástico intento de versatilidad.

“La vana ilusión de que solo una humillante conformidad y egoísta acomodo nos traerán prosperidad, debe ser tema de estudio en la historia universal tanto de la infamia como de la política”

Lo notable de este trío no es el hecho de habitar una misma ciudad en un mismo tiempo, sino lo largo del vacío que se extiende una vez que abandonan la escena. Los resúmenes históricos proponen como siguiente figura a Víctor Hugo, quien muere en 1885, dos siglos después de Racine. Al contemplar esa ausencia de genialidad durante doscientos años, uno se pregunta manipulando palabras de Eurípides: “¿Quién es un artista o quién no lo es o qué existe entre estos dos extremos?”.

Casi al mismo tiempo, o un poco antes, se está representando en España otro caso de simultaneidad, el de Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca. Este trío extraordinario también se retira de la escena en un plazo menor al medio siglo.

Calderón es mi favorito y suelo recitar cuando me embriago:

Que la vida es una barca

Decía Calderón de la mierda.

Es mi manera de agradecerle, y no perdonarle, el haberme atormentado con sus insistentes consignas hasta hacer permeables los límites de mis pesadillas:

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ficción, una sombra, una ilusión,

y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

A Tirso de Molina le debemos, para bien o para mal, un mito fecundo que ahora vive un mal momento. El título que utilizó, El Burlador de Sevilla y convidado de piedra, parece destinado a quitarle universalidad al arquetipo que propuso. Prefiero un título más breve, como el de la versión de Lord Byron, simplemente Don Juan.

Lope de Vega tiene un título igual de breve y ciertamente antagónico, La dama boba. El mayor adversario de Lope ha debido ser su descomunal e indetenible facilidad: miles de sonetos y varios centenares de comedias, con algunas novelas y epopeyas de vez en cuando. Fue prolífico, un adjetivo que suena a enfermedad sexual. Hoy nos hace tanta falta soñar, -aunque soñar sea una ficción-, con su Fuenteovejuna.

¿Quién mató al Comendador?

Fuenteovejuna, Señor

¿Quién es Fuenteovejuna?

Todo el pueblo, a una.

Del siglo XX tengo demasiados recuerdos en vivo y en directo. Se ha llevado, según mis cálculos más optimistas, la mitad de mi vida, y puedo dar fe como testigo presencial de las obras de uno de sus tríos más notables.

Alguien asegura que para encontrar en Italia una figura universal a la altura de Leonardo, Miguel Ángel y Rafael hay que avanzar hasta Federico Fellini. Me atrevo a estar de acuerdo y acepto mi dosis de irresponsabilidad. De ser esto cierto, o incierto, lo notable es que semejante genio no estaba solo.

Una noche de 1960, una señora de Milán le exigió a su marido que la llevara al cine. El sumiso y cansado marido busco la cartelera de espectáculos en el periódico y dijo mientras leía y bostezaba:

-Están dando “La Dolce Vita” de Fellini, “La Aventura” de Antonioni y “Rocco y sus hermanos” de Visconti.

Me gustaría tener una copia impresa a tamaño afiche de esa cartelera. De nuevo tenemos una diferencia mínima, apenas treinta años, entre los finales de unas vidas consagradas al cine. Añádase que Visconti fue un excelente preparador de caballos de carrera antes de dedicarse a la ópera y más tarde al cine.

Ese ángel que flota en las pantallas iluminadas de salas oscuras, estuvo paseándose por Europa mientras yo intentaba seguirlo con devoción desde Venezuela. Creo que de Italia pasó a Francia en el halo de la Nouvelle Vague. Fueron tantos y tan concurrentes los creadores de ese movimiento que no me atrevo a proponer un trío, solo a confesar mis predilectos: Godard, Truffaut y Louis Malle, en orden de aparición; o dicho de otra manera: À bout de soufflé, Los cuatrocientos golpes y Ascensor para el cadalso (en esta última escogencia influye la música de Miles Davis).

Y luego el ángel voló hacia Alemania iluminando a mis elegidos: Herzog, Wenders y Fassbinder. Mi favorita absoluta, en una ardua y agotadora competencia, es París, Texas.

“Pasamos del capitalismo salvaje a la capitulación ante el salvajismo y a la paz de unos sepulcros en forma de bodegones”

Y ya estamos en 1984. Es hora de llegar a Venezuela y hablar de otro trío sorprendentemente sincronizado. Ahora sí voy a hablar de fecha de nacimiento y no de muerte, pues Soto, Otero y Cruz-Diez nacieron con una diferencia de poco más de dos años. Pido excusas a nuestros dramaturgos y cineastas por hablar ahora de artes plásticas. Hasta donde sé y entiendo, es en esta expresión donde hemos encontrado un puesto consistente en la historia del arte universal. No incluyo a pintores que me conmueven profundamente, como Michelena, Cristóbal Rojas y Reverón, por no haber creado un movimiento con la puntualidad e impacto del cinetismo. Lo extraordinario es que en cinco siglos de pintura venezolana ese lugar referencial (aceptando lo que puede tener de relativo y discutible) solo lo tienen tres venezolanos que, en la inmensidad del tiempo, parecen haber nacido en un mismo segundo.

Siento que Rómulo Gallegos desde la literatura y Carlos Raúl Villanueva desde la arquitectura están en ese Olimpo que el tiempo va configurando y manteniendo, pero no les encuentro compañeros, contemporáneos, para formar ese triangulo que tanto me obsesiona. Conozco arquitectos maravillosos, pero sin la complejidad de Villanueva, a quien nuestra historia le entregó extraordinarias oportunidades que supo aprovechar, y retornar, a una escala que no creo se volverá a repetir.

Para dar otro ejemplo debo irme a otra área que no es el arte ni es mi vocación, la política. Bolívar, Miranda y Sucre, o Páez, a quien Lord Byron tenía en alta estima. Ellos tienen los méritos y sin duda las coincidencias para formar un trío. El único problema es el arrollador romanticismo de Bolívar, que lo va dejando solo, aislado, y a veces termina agotado y expoliado por quienes lo manipulan a mansalva.

Este punto de vista me acerca a un período histórico de insólitas características. Nunca antes se había dado un cambio tan absoluto y total en Venezuela, y de manera tan integral, telúrica y persistente. Este movimiento, que en dos décadas acabó con el pasado y el futuro de nuestro país, y hoy ha logrado adormecernos con una absoluta falta de esperanza y la vana ilusión de que solo una humillante conformidad y egoísta acomodo nos traerán prosperidad, debe ser tema de estudio en la historia universal tanto de la infamia como de la política. Pasamos del capitalismo salvaje a la capitulación ante el salvajismo y a la paz de unos sepulcros en forma de bodegones.

“Si consideramos la destrucción como un arte, podremos acercarnos al arte de combatirla”

El alemán más célebre de la historia no es Beethoven ni Marx, sino Hitler. Esto explica la necesidad de considerar la existencia de tríos excepcionales en el arte de arrasar los recursos físicos y espirituales de una nación. Si consideramos la destrucción como un arte, podremos acercarnos al arte de combatirla.

Por presencia y persistencia el trío lo conforman Nicolás Maduro, 22 de noviembre de 1962; Diosdado Cabello, 15 de abril de 1963; Jorge Rodríguez, 9 de noviembre de 1965. Tres años casi exactos de diferencia.

El panorama astrológico es tan inquietante como clarificador: Sagitario y Aries los dos primeros; regidos uno por Júpiter y el otro por Marte, para ambos el fuego es su elemento. El tercero es Escorpio, regido también por Marte y además Plutón, dios del inframundo que algunos ávidos plutonianos tienden a confundir con Pluto, dios de las riquezas. Este signo simboliza la destrucción y el renacimiento, una de las ecuaciones psíquicas más peligrosas pues induce a creer que es necesario destruir para ser capaz de renacer.

Me pregunto por qué acudo a la astrología si ni siquiera creo en las características de ser Piscis, aunque me resulten tan simpáticos su par de regordetes peces. La única respuesta es que debemos empezar a estudiar, muy por el principio, cómo terminar con esta maldición.

¿Por qué no incluyo a Chávez, el D’Artagnan de estos tres mosqueteros? Creo que es un tema tan ineludible como incalculable. Ciertamente no se prestaba a los tríos pues se sentía único en su especie e irrepetible en su estilo. Los poseídos y magnéticos tienden a sentirse muy solos; tarde o temprano se van haciendo, tal como proponía Eurípides, caprichosos, imprevistos, contradictorios y, luego, delirantes y enfermos. La muerte le concedió el privilegio de no permitirle aceptar la verdadera dimensión de sus desastres. Sembrado en su tierra, tan hondamente como sea posible, ¿habrá sentido que ahora Venezuela, tal como él mismo proclamó una vez en el podio de la ONU, “¡Huele a azufre!”? Es la fetidez acumulada de containers podridos, árboles talados, cosechas abandonadas, hogares vacíos, bolívares yermos, hospitales convertidos en tanatorios, la pobreza de casas convertidas en chozas. No hay peor hedor que el de la angustia marchita de un pueblo que se hizo manso al claudicar ante un yugo vil, reiterativo, egoísta, despótico, sin virtud y sin honor.

De su herencia nos queda una patria estancada y viciosa, sumergida en el materialismo de la sobrevivencia del pobre y las supervivencias del rico. Quizá solo nos cabe esperar que, entre este trío devastador y el próximo de su misma calaña, pasen los mismos dos siglos que separan a Moliere de Víctor Hugo. 

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