En la aldea
23 abril 2024

La estúpida rectificación de unos símbolos

Los símbolos cívicos cumplen el cometido de cohesionar a los miembros de una sociedad. Son emblemas para la posteridad como testimonios de una época estelar. Los símbolos sociales o cívicos pueden remitir a situaciones que la lógica de los más avisados o insumisos de futuro puede criticar, pero la situación no deja consecuencias capaces de provocar la modificación de sus contenidos. ¿Por qué los van a desechar?, ¿por qué subestimarlos sin considerar la trascendencia en la mentalidad de unas urbes que con ellos se hacían partícipes de un lugar en la historia?

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Elías Pino Iturrieta | 24 abril 2022

Los símbolos cívicos cumplen el cometido de cohesionar a los miembros de una sociedad, sin que la sociedad se ocupe de analizar o criticar sus contenidos. Están en los frontispicios de los edificios públicos, en el centro de los salones oficiales, en lugares específicos de las plazas en las cuales se aglomera la gente y en las aulas de las escuelas primarias, pero generalmente nadie se ocupa de examinar con detenimiento sus contenidos, mucho menos de fomentar polémicas sobre los mensajes que trasmiten. Son representaciones sin objeción debido a que forman parte de un hábito que, justo por ser un hábito, una costumbre, una rutina de largo plazo, quedan libres de banderías y pendencias.

Son un mandato de los difuntos más ilustres, un legado de los ancianos más remotos y respetados, quienes fraguan unas representaciones a través de las cuales dejan constancia de un anhelo fundacional y de la misión de perpetuarlo. Las generaciones posteriores son naturalmente dóciles porque no se ponen a remendar los muros de un edificio que está en fábrica, y porque cuando consideran que la obra está apuntalada no ven la necesidad de ponerse incómodos con los planos de los mayores. Los remiendan hasta cuando entienden que ya no hay necesidad de remozarlos porque todos se abrigan en su seno en términos de complacencia, o porque la vida se vuelve manejable sin necesidad de escarbar demasiado en los orígenes. Tales mandatos se afirman en las etapas de formación de las generaciones inmediatamente venideras, que reciben el simbolismo de los fundadores desde los años de la niñez por las evocaciones de sus padres o por lo que aprenden en las escuelas de párvulos y en los primeros manuales de rudimentos. Estas son las representaciones de la parentela que resaltan valores supremos hasta la llegada del apocalipsis, repiten los preceptores, los cronistas, los trovadores y las abuelas a través del tiempo, sin que existan motivos para poner en duda su palabra.

“¿Por qué se deben eliminar, pese a que obedecen a un mandato entrañable de los fundadores de raíz peninsular que fue respetado por los primeros venezolanos, y por los segundos y los terceros?”

Los símbolos sociales o cívicos pueden remitir a situaciones que la lógica de los más avisados o insumisos de futuro puede criticar, pero la situación no deja consecuencias capaces de provocar la modificación de sus contenidos. Por ejemplo, a cualquiera de los ciudadanos razonables de Roma, después de la antigüedad clásica, le pudo pasar por la cabeza la necesidad de buscar una manera más plausible de explicar los orígenes de su cultura que no fuera la de los niños Rómulo y Remo amamantados por una loba, bien porque se trataba de una fábula sin soportes o porque los niños al crecer resolvieron sacarse las tripas a la recíproca hasta llegar a desprendimientos mortales. Pero no lo han hecho, pese al éxito que pudieran tener sus observaciones desde las perspectivas del raciocinio. Tampoco se han planteado unos alejamientos tan drásticos en materia de figuraciones patrias y señales heráldicas las sociedades que se sienten simbolizadas en atrabiliarias águilas de dos cabezas coronadas, o en un guerrero medieval matando a un dragón, o en un ave de presa posada sobre un nopal. Si no estorban, si juntan y crean lazos de hermandad, si se pueden estimar como hospitalario espejo, si remiten a una saludable y siempre bienvenida fraternidad en cada presente, ¿por qué los van a desechar? Mucho menos si remontan a raíces mitológicas o sobrenaturales, que nunca le vienen mal a las cunas.

Debe recordarse que los símbolos cívicos responden a una temporalidad determinada; es decir, dependen necesariamente de unos valores y de unas autoridades que dirigen una época particular y a los cuales se acude para legitimar sus mensajes, figuras y colores. Como las señales de cohesión social se forman en un período especifico, deben contar con el aval de la autoridad correspondiente y con el empuje de una sensibilidad colectiva cuya influencia deja de existir cuando lo dispone el paso de la historia, pero cuyas decisiones generalmente son permanentes o pretenden continuidad en el futuro, pese a los cambios de la autoridad y a la marcha de las horas. Así, por ejemplo, si los símbolos de una ciudad datan del siglo XVI hispanoamericano, necesariamente se han solicitado partiendo de los valores de entonces, religiosos y comarcales, y solo han funcionado después de su legitimación por la jerarquía más alta, en este caso el rey de España. Se trata de un período en el cual florecen y se afincan grandes poblamientos en las colonias, cuyos dirigentes necesitan el reconocimiento de sus logros y pavonearse en emblemas que dejan a la posteridad como testimonios de una época estelar, o que ellos consideran como especialmente luminosa, o como la afirmación de una hazaña digna de memoria. Solo el alarde de una ignorancia monumental puede descartar estos detalles, o subestimarlos sin considerar lo que tuvieron de trascendencia en la mentalidad de unas urbes que se hacían un lugar en la historia con el objeto de mantenerse en la cúspide. ¿Por qué se deben eliminar, pese a que obedecen a un mandato entrañable de los fundadores de raíz peninsular que fue respetado por los primeros venezolanos, y por los segundos y los terceros?

“Son un mandato de los difuntos más ilustres, un legado de los ancianos más remotos y respetados, quienes fraguan unas representaciones a través de las cuales dejan constancia de un anhelo fundacional y de la misión de perpetuarlo”

En el caso particular de los símbolos de esas ciudades llamadas a convertirse en cabezas de grandes jurisdicciones, en asiento de fortunas considerables, en urdimbre de intereses peculiares que tienden a fortalecerse y en lugares de grandes decisiones, se da el caso de que los descendientes de los promotores de la simbología dejan de ser españoles para volverse criollos, metamorfosis que invita a la permanencia de las señales proclamadas como patentes de identidad cuando no ha sucedido esa trascendental evolución, ese tránsito de lo metropolitano a lo comarcal, de lo general a lo particular, de espadas de la conquista a señores de la tierra nacidos y aclimatados en su regazo. Es evidente que lo que han propuesto o diseñado no va a ser efímero, sino todo lo contrario. Los criollos que continúan el camino y lo profundizan hasta llevarlo a situaciones sorprendentes no encuentran motivos para renegar de las señales que los presentaron en sociedad hasta las escalas más elevadas de lo sagrado y lo profano, sino solo para retoques que no anuncien la existencia de un abismo. No quieren ni necesitan ese abismo.

O saben que el precipicio no encontrará origen en la existencia de los símbolos cívicos porque sus ancestros no los hicieron para que la gente preguntara por ellos, ni para que las criaturas del futuro opinaran sobre su hermosura y su fealdad, o sobre su actualidad o su decrepitud, o sobre otros asuntos triviales y mundanos, entre ellos los de evidente origen político que son de esfera inferior cuando provienen de la indigencia mental o de las pasiones ordinarias. Su función es otra, alejada de la secesión banderiza. Fueron creados por los antiguos porque su destino es una cima dorada, un altar al que se debe acudir  en ocasiones especiales con las preces de rigor sin interrogantes ni prejuicios, sin opiniones sobre el pasado ni vaticinios sobre una rectificación de ellos específicamente y de toda la historia patria. En especial si va a ser realizada por una oscura pandilla de aventureros que no ve más allá de sus narices.

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