En la aldea
18 abril 2024

Petro, visto desde Venezuela

La violencia, la corrupción, la injusticia, la pobreza y los contrastes siguen formando parte del paisaje actual de Colombia, pero, al mismo tiempo, es muy evidente el florecimiento de su sociedad civil, el fortalecimiento de la credibilidad pública de las instancias estatales, el nuevo vigor de su economía y la primavera cultural que ha vivido la nación hermana desde finales de los años ‘90. Pero respecto al nuevo inquilino de la Casa de Nariño, “una cosa es la ilusión colombiana. Otra, la experiencia venezolana”.

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Alonso Moleiro | 27 junio 2022

Desde una perspectiva amplia, y tomando todos los cuidados que exige la distancia, la elección de Gustavo Petro como Presidente de Colombia luce, al menos, explicable, y la llegada de la izquierda al poder podría expresar un interesante síntoma de crecimiento y fortalecimiento del espacio institucional colombiano.

Ciertamente los riesgos son grandes, la estabilidad podría perderse, el peligro de la polarización fanatizada aumenta y la conflictividad cotidiana podría agravarse con un gobierno de izquierda como el de Gustavo Petro en Colombia. Tanto Petro -un político astuto y con conocimiento de las claves del ejercicio público moderno- como las instituciones colombianas, sin embargo, tienen frente a sí un reto, no tan imposible de concretar después de todo: metabolizar las consecuencias en torno a lo que, finalmente, no es más que un giro de rutina que ofrece el péndulo democrático en su eterno trayecto entre la izquierda y la derecha, que el mundo civilizado ha decidido dirimir a través de consultas populares.

La larga hegemonía de gobiernos conservadores o semi-conservadores en Colombia puede haber producido un desgaste que es natural en el ejercicio del poder y la política, y el carácter crónico de ciertos problemas sociales y económicos en una sociedad particularmente estratificada puede haber producido un hartazgo comprensible ante determinada manera de hacer las cosas. Este cansancio ya se había expresado con violentas protestas callejeras en el tiempo reciente. Sigue siendo Colombia un país asimétrico, asentado sobre la imposición de la jerarquía social y el privilegio. En el fondo, el ejercicio de la democracia liberal y las libertades públicas consiste en administrar con alguna sabiduría la eterna sensación de insatisfacción del electorado mientras se van conquistando horizontes y consagrando progresivamente derechos. En Colombia se ha progresado, pero todavía, como es natural, hay mucha insatisfacción.

“Consumada la tragedia, curados de espanto, sin embargo, nadie en Venezuela se engaña con Gustavo Petro”

Aun con los graves problemas sociales cotidianos que padece, hay que decir que el Estado colombiano y sus instituciones democráticas han conocido un clarísimo fortalecimiento durante los años que han comprendido el siglo XXI, y esto se debe, en muy buena medida, a haber enfrentado y derrotado a la violencia y los grupos armados que condicionaban su existencia para restaurar la autoridad del Estado. 

Un mérito histórico que habrá que atribuir, al menos en buena medida, a las gestiones de Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos e Iván Duque, -aún con la sórdida leyenda que acompaña particularmente al primero-, y que se expresa en la derrota militar, pero sobre todo política, infringida a bandas paramilitares y grupos guerrilleros izquierdistas. Una de cuyas consecuencias han sido los tan cuestionados acuerdos de paz del año 2016. 

Con el crédito político en el subsuelo, los líderes guerrilleros colombianos han pedido disculpas por sus crímenes luego de haberse pasado 50 años asesinando personas inocentes, célebres en todo el mundo por sus brutales procedimientos. Ahora concurren al juego democrático con una rosa debajo del puño, intentando purgar un tardío aprendizaje, como en algún momento le tocará hacer, dentro de sus propias coordenadas, también al chavismo.

El contexto de la política colombiana durante la segunda parte del siglo XX era una suma de convenciones interpretativas en un entorno fallido: una nación gobernada por unas cuantas familias pudientes; asediada por los carteles del narcotráfico; con un Estado que podía dirimir con sordidez sus diferencias con espectros de la población; en la cual el crimen político era toda una tradición cultural; violenta y desigual, con citas electorales que eran habitualmente ignoradas y una sociedad en la cual estaba fundamentado el hábito de emigrar.  

“Hemos presenciado su cinismo ante las demandas de la población para restaurar la legalidad; su admiración confesa por Hugo Chávez; su lenguaje burlón ante las protestas de 2017 (…) sabemos quiénes son sus amigos, en Colombia y en Venezuela”

La violencia, la corrupción, la injusticia, la pobreza y los contrastes siguen formando parte del paisaje actual de Colombia, pero, al mismo tiempo, es muy evidente el florecimiento de su sociedad civil, el fortalecimiento de la credibilidad pública de las instancias estatales, el nuevo vigor de su economía y la primavera cultural que ha vivido la nación hermana desde finales de los años ‘90. Consecuencia, en parte, de la reconquista del espacio público, de las mejoras en materia de seguridad ciudadana, del fortalecimiento de algunas certezas institucionales en torno a la democracia como proyecto nacional, del vínculo orgánico con centros internacionales de pensamiento, de la inversión pública y privada y la promoción del mérito profesional. Baste apreciar la limpieza y rapidez con la cual se desarrollaron los recién finalizados comicios presidenciales. Cuán lejos está aquel marco del lamentable folclor político impuesto por el chavismo en Venezuela.

El desempeño de la cotidianidad colombiana ha mejorado con clara nitidez en este tiempo. Eso hace posible a Petro. Con Petro se expresan, en ese marco, capas sociales con demandas omitidas, con nuevas interpretaciones de la política, sectores sociales inconformes con las desigualdades, con el privilegio, con la exclusión, conviviendo, en una ensalada, el resentimiento revolucionario y el discurso liberal-reformista. Colombia, como Chile, han ido consolidando mejoras en la gestión democrática y el crecimiento económico, pero ambas están obligadas a encararse con la desigualdad y el encarecimiento de sus sociedades para tener democracias con futuro.

En el umbral de otro ciclo de polarización política, los actores sociales que antes se asesinaban en el campo y las ciudades colombianas, acaso van aprendiendo a convivir luego de una secuencia interminable de guerras civiles como marco normativo. A pesar de la violencia residual, del ELN, de las disidencias de las FARC en operaciones.

Con Petro se teme por los perniciosos efectos de los gobiernos de izquierda; se le atribuyen intenciones continuistas, se le enrostra su pasado guerrillero. Los venezolanos, es cierto, los polacos sudamericanos de esta hora, la versión moderna del exilio anticastrista, se extravían viendo réplicas chavistas ante cualquier gobierno que no sea de derecha, adelantando en todo momento advertencias, ofreciendo consejos al detal, lamentando que otros países “no aprendan en cabeza ajena” y haciendo gala de un anticomunismo comprensible, pero tan fanatizado como el propio comunismo.

Sucede, sin embargo, en lo tocante a los dilemas exclusivamente venezolanos, que la victoria de Gustavo Petro es cualquier cosa menos una buena noticia. Más allá de lo que pueda hacer, de los cuidados que deberá sortear, de los peligros que enfrenta, que le exigirán prudencia en la ejecución de su proyecto, de este lado de la frontera a Petro lo conocemos perfectamente. Una cosa es la ilusión colombiana. Otra, la experiencia venezolana.

Hemos presenciado su cinismo ante las demandas de la población para restaurar la legalidad; su admiración confesa por Hugo Chávez; su lenguaje burlón ante las protestas de 2017; cómo se prestó, entusiasta, a repetir y hacer suya la propaganda madurista para ayudarlos a maquillar su responsabilidad en la total destrucción de nuestro país. La total falta de empatía ante los llamados de una sociedad oprimida, asesinada en calles por las fuerzas del orden, en 2014, 2017 y 2019. Sabemos quiénes son sus amigos, en Colombia y en Venezuela. Sabemos que no le quedan tan lejos los personajes binacionales que hicieron negocios con el hambre de los venezolanos al importar comida en contubernio con Caracas.

Puede que con Petro la sangre no llegue al río en Colombia. Puede que intente ejecutar un gobierno reformista, un proyecto izquierdista vegetariano, con algún énfasis en el tema ambiental, con exigencias sociales por delante, aliado con el empresariado y amigo de la inversión. Un gobierno que estará dispuesto a auxiliar al régimen venezolano siempre y cuando la circunstancia no le estorbe. Petro puede estar prevenido con la magnitud del desastre gestado por sus compañeros en Venezuela y con probabilidad evitará repetir la experiencia.

Consumada la tragedia, curados de espanto, sin embargo, nadie en Venezuela se engaña con Gustavo Petro. Con el verdadero Petro, no con el Petro posible. Con el Petro que sueña con hacer posible aquello que sabe que de momento no podrá hacer.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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